Ecos entre obras, de El Eternauta a Faulkner y Sartre
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Los ecos entre libros y libros, libros y películas, películas y series son inevitables. En 1997, por ejemplo, el cineasta Paul Verhoeven estrenó la futurista Starship Troopers. La Tierra está gobernada en esa ficción por una federación mundial cuando ocurre una invasión de arácnidos alienígenas. Detalle curioso: el primer lugar destruido es Buenos Aires, de donde proviene un tal Johnny Rico, héroe que promete venganza.
¿Tal vez Heinlein tuvo noticias de El Eternauta y decidió aludirlo con un ataque alienígena a Buenos Aires?
En aquel momento di por hecho que Verhoeven había encriptado un guiño a El Eternauta. Pero no. Buenos Aires, supe más tarde, ya figuraba en la novela de Robert A. Heinlein en que se basa la película. Surgió entonces otro dato singular: Heinlein publicó Starship Troopers en 1959, el mismo año en que terminó de salir en Hora cero la historieta de Oesterheld y Solano López. ¿Tal vez Heinlein tuvo noticias del cómic y decidió aludirlo con esa localización y algo no muy distinto a los cascarudos? Seguramente es pura casualidad y la sospecha, pura ficción crítica. Desde que H.G. Wells publicó La guerra de los mundos, a finales del siglo XIX, las invasiones extraterrestres no eran necesariamente originales. Starship Troopers y El Eternauta, por lo demás, son ideológicamente muy diferentes.
Distinto es el caso de El gran Gatsby, la clásica novela de Francis Scott Fitzgerald, que acaba de cumplir un siglo. Todo indica que para el título el escritor de la jazz age se inspiró en El gran Meaulnes (1913), de Alain Fournier, muerto joven a comienzos de la Primera Guerra. Fitzgerald narra la historia del amor imposible entre el millonario Jay Gatsby y Daisy Buchanan, contada a la distancia por Nick Carraway. También en la muy leída novela del francés hay un testigo narrador y alguien (el estudiante Meaulnes) enamorado de una mujer inaccesible y, sin embargo, a pesar de las coincidencias estructurales, nadie diría que la obra de Fitzgerald funcione como doble disimulada de la de Fournier. La opulencia del primer escenario, y el ambiente provinciano y teñido de fantasía del segundo dan como resultado historias tan formidables como distintas.

A veces, los ecos de las obras entre sí, en este caso involuntarios, pueden surgir por contigüidad. Si, como me ocurrió, se lee Historia, del francés Claude Simon, a la par de “Sombras sobre vidrio esmerilado”, el cuento de Juan José Saer, se encontrará que en las dos narraciones (en Simon, algunas páginas en una novela extensa) se describen minuciosamente siluetas moviéndose detrás de un vidrio opaco. Los dos títulos tienen una fecha de publicación misteriosamente idéntica (1967), pero lo que de verdad importa es que corresponden a una misma tendencia estética. Simon era una de las firmas clave del Nouveau Roman y Saer (que todavía no se había radicado en Francia), uno de los que mejor comprendió y exploró de este lado del océano algunas de las modalidades de esa escuela narrativa centrada en la percepción. La coincidencia no es disparatada: una técnica vanguardista en potencia también es parte de una época.

Una lectura reciente, sin embargo, me dejó cargado de una adrenalina literaria y detectivesca. Una de las frases más citadas de Jean-Paul Sartre proviene de su obra teatral A puertas cerradas: “El infierno son los otros”. William Faulkner, por su parte, fue celebrado antes en Francia que en su propio país, Estados Unidos, gracias a un traductor entusiasta. Uno de los que escribió más admirativamente sobre Faulkner fue el mismo Sartre. Al leer La paga de los soldados, la primera novela del estadounidense, me encontré con un insólito diálogo entre uno de los personajes, Gilligan, y un reverendo. El religioso le dice, para consolarlo, que todos nos creamos nuestro propio cielo y nuestro propio infierno. Gilligan no está de acuerdo: “Son los demás –dice– los que nos crean nuestro cielo y nuestro infierno”. Otra manera de decir –mutatis mutandis– que el infierno son los otros.