Jóvenes latinoamericanos: la angustia de saber el qué, pero no el cómo
Basado en una batería de estudios y datos, el autor describe los dilemas de una generación que busca un camino en un momento en que escasea la esperanza
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En toda la región, la juventud está cansada, impaciente y sola. Siente que el futuro no es promesa sino amenaza. Que estudiar no garantiza nada. Que esforzarse es de ilusos. Que esperar es una trampa. Por eso buscan atajos. Y por eso, cada vez más, ven la política no como un lugar para cambiar el mundo, sino como una vía rápida para salvarse del suyo.
No es la conjetura de un pesimista. Es un dato que surge de escuchar durante los últimos tres años a más de 100.000 jóvenes latinoamericanos. No en sentido figurado, sino literalmente. Participaron en encuestas, grupos focales, entrevistas en profundidad y también —aunque no lo supieran— en millones de conversaciones espontáneas en redes sociales que desde Methodo auscultamos para asesorar empresas, ONG, gobiernos y candidatos a cargos políticos. De Argentina a México, pasando por Venezuela, Colombia, Perú, Bolivia, Chile, Ecuador y Estados Unidos, cruzamos más de 160 millones de interacciones digitales y 350 grupos presenciales.
En estos años recorrí Caracas y El Alto, Petare y Medellín, Rosario y Tegucigalpa, Potosí y Lima, Ciudad Neza y el conurbano profundo. Y en todos lados, la música de fondo era la misma. Jóvenes preguntándose, a veces en voz baja: ¿cómo se sale?
Una joven de 21 años venezolana que ahora vive en Guayaquil, adonde emigró con su familia escapando de la crisis humanitaria que impuso el régimen de Maduro, lo decía así: “Vivo ansiosa, siempre apurada, pero no me acerco a ningún destino que busco, porque ni sé cuál es”. Otro, en Lima, con tan solo 19 años cerraba: “Estudiar es aburrido, y no asegura nada”. Y una chica que vive en Torreón, en México, recién ingresada a la universidad, se limitaba a decir: “Quiero algo que se vea, aunque no se bien qué”.
Cuando les preguntamos qué es el éxito, las respuestas cambian según el contexto. En los sectores más vulnerables, el éxito está asociado a poder ayudar a la familia. En los sectores medios, a escapar, viajar, tener una vida parecida a la que se ve en las redes sociales. En los sectores más acomodados, a ser vistos. Ser deseados. Ser consumidos.
Pero incluso entre los que menos tienen, el éxito no es solo individual: tiene forma de deuda emocional. Muchos jóvenes sienten que deben devolver lo recibido. Que si llegaron vivos hasta acá es porque alguien —una madre, un abuelo, una tía— los sostuvo. Y que ahora les toca a ellos sostener a los suyos. Pero no saben cómo. Y eso les pesa.
“Yo quiero ayudar a mi vieja. Quiero que no trabaje más”, decía un joven de Florencio Varela, mirando al piso, como si ahí estuviera la respuesta. “Pero ni siquiera sé si voy a conseguir laburo el mes que viene”.
“Ser alguien”, para muchos de ellos, es simplemente poder dar. Devolver lo que recibieron. Evitar que los suyos sufran. Poder criar a sus hijos, sin repetir el dolor. Pero cuando no ven cómo lograrlo, lo que aparece es la angustia. Una angustia sin nombre, sin terapia, sin tiempo para ser atendida.
Y cuando preguntamos cómo se llega a ese éxito, aparecen siempre los mismos cuatro caminos.
El primero es ser artista. Cantante, actor, influencer. Es visible, deseable, ideal. Pero también excluyente. Requiere talento, exposición, carisma, contactos. Y muchos saben que no tienen ninguno de esos elementos. “Me gusta cantar, pero no soy buena”, decía durante una entrevista una joven veinteañera en Quito. “Además, no conozco a nadie que me haga llegar”.
El segundo es el deporte. En Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Ecuador, Colombia y Chile el camino se llama fútbol. En Venezuela y Centroamérica es el béisbol. En México, el fútbol convive con el boxeo. Estos deportes no solo exigen habilidad física. Piden disciplina diaria, esfuerzo sostenido, y una madurez que llega antes de tiempo. También, contactos y fortaleza anímica. Como me dijo un chico en un potrero en las afueras de Asunción: “Para llegar, tenés que ser adulto a los 12. Levantarte solo, entrenar solo, aguantar todo. Si no, no llegás”. El boxeo, dicen algunos, no es un deporte: es una forma de pelearle a la vida antes que ella te noquee.
El tercero es el narco. Y acá el matiz es fundamental: no es admiración, es conciencia. A diferencia de generaciones anteriores, esta ya sabe cómo termina. Todos conocen a alguien muerto, preso, desaparecido. Padres, hermanos, primos, amigos. Nadie ignora los costos. Pero aún así, lo ven como una vía posible. No porque la deseen. Sino porque está ahí. Y funciona. Aunque duela.
“Lo conozco. Era mi vecino. Hoy tiene auto, ropa, y reparte plata en el comedor del barrio. Pero yo sé cómo va a terminar”, decía con voz baja un joven en Petare. Esa mezcla de conocimiento y resignación recorre buena parte de las periferias urbanas del continente. Ser narco no es un sueño. Es un atajo. E implica una aversión al riesgo brutal: la conciencia de que se juega la vida. Pero, aun así, algunos lo toman.
Y el cuarto camino es la política. Y no, no es aspiracional. No da orgullo. Pero aparece una y otra vez como una profesión que —en muchísimos casos, ni con demasiado talento, ni con muchos pruritos— resuelve. Para la mayoría, no hay políticos pobres. Y casi nunca hay consecuencias. La política, dijeron durante un focus, “no requiere nada especial”. Ni vocación, ni formación, ni trayectoria. Solo una entrada. Y aguantar adentro. Esa es la imagen que tienen, aunque no falten los que, de verdad, tienen formación, espíritu de servicio y ganas de cambiar las cosas.
Pero la mayoría no quiere ser parte. Solo entienden cómo funciona. Y la miran de lejos, con una mezcla de desprecio y certeza. “No me interesa ser político”, dijo una chica que vive en Torreón. “Pero si entras ahí, tu vida cambia. Y nunca para mal”.
Los jóvenes no quieren ser políticos. No quieren ser narcos. No quieren ser famosos. Quieren ser alguien que pueda ayudar a los suyos. Y no saben cómo.
Sienten que llegaron a este mundo con una deuda: la de devolver algo de lo que recibieron. Sostener a quienes los criaron. Proteger a quienes vendrán. Pero no encuentran por dónde empezar. Y eso duele más que la pobreza, más que la ansiedad, más que la incertidumbre: duele no saber cómo ser uno mismo.
No es falta de ambición. Es no encontrar la huella de sus caminos.
Y mientras tanto, el tiempo avanza. El algoritmo gira. La esperanza se achica. Y ellos siguen ahí, queriendo ser alguien, queriendo hacer algo, queriendo no fallarle a los suyos, ni tampoco a sí mismos. Pero solos.
Los jóvenes latinoamericanos no sueñan con cambiar el mundo. Sueñan con que el mundo no los cambie a ellos antes de tiempo.
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El autor es CEO de la consultora Methodo
