Desirée de Ridder dejó la ciudad para instalarse en Perkins, en la finca que era de su madre, y echó raíces en el barro donde encontró su esencia
8 minutos de lectura'

Reposa sus palmas sobre la vasija todavía blanda: la abraza y la acaricia, suavemente primero, para luego hundir los dedos en el barro y dejar una huella que irá desapareciendo y reapareciendo a medida que Desirée De Ridder modela el material. Está en su taller, que está en la estancia donde pasó la niñez, que está en el paraje bonaerense Edmundo B. Perkins, que está en la región pampeana.
Está en su mundo, un mundo que está creando con ideas, con emociones y con acciones.

La artista llegó hasta aquí -su residencia natal, su punto de partida- después de recorrer el mundo con sus piezas. “Quizás esta es, finalmente, mi obra maestra”, concluye al referirse al proyecto que le dedica actualmente su vida entera.

Un lugar en el mundo
El pueblo lleva el nombre de su abuelo materno. En el medio de la llanura, donde el monocultivo de soja avanza como un ejército silencioso, Desirée creó un lugar que adoptó otra impronta. La Providencia, ubicada 300 kilómetros al oeste de la Ciudad de Buenos Aires, es una finca –obra de Jorge Bustillo- donde el barro no es solo tierra mojada, sino lenguaje. Donde los caballos viejos encuentran su descanso final sin apuro y las gallinas pasean libremente.

Hoy es un centro de bioconstrucción, un taller de cerámica ancestral y también un refugio: para animales, para especies nativas, para personas que buscan otra manera de vivir.
El lugar está habitado por la ceramista junto a su hija mayor y los visitantes ocasionales que llegan cada tanto para aprender, ayudar, conocer una experiencia distinta en conexión con la naturaleza.
—¿Cómo llegaste acá?
—Esta casa la heredé hace 17 años. Durante mucho tiempo no podía venir. Tenía mi taller en Buenos Aires, tres hijos, ¡mucho trabajo! La casa estaba muy deteriorada y no tenía plata para arreglarla, pero empecé a ponerle detalles: azulejos hechos a mano en los baños, una fuente, las piñas en las torres del ingreso. Eran gestos pequeños, pero para mí significaban algo. Fue ir poniendo belleza.

Una frase de Fiódor Dostoievski se le quedó impregnada desde que la leyó por primera vez: “La belleza salvará al mundo”. “Esa idea me acompaña desde siempre. Poner belleza es la única manera de elevarse –dice-. Y la belleza no es lujo, es una necesidad profunda. Una manera de resistir”.
En algún momento, instalarse en La Providencia se volvió inevitable. El proceso fue lento, como fermenta la masa madre o como se seca el barro antes del horno. Un día se dio cuenta de que ya no podía seguir en la ciudad. El cemento, el ritmo enloquecido, la falta de sentido. Y entonces, sin grandes planes, se mudó.
“No fue una decisión ideológica. Surgió desde el cuerpo asegura-. Empecé a venir cada vez más seguido. A usar el horno a leña, a hacer piezas grandes de cerámica, sin saber muy bien para qué. Y empezaron a aparecer personas interesadas en eso. El proyecto fue creciendo solo. Como si el lugar mismo supiera lo que tenía que ser”, dice.
El fuego como centro. El barro como materia viva. Las manos como herramienta.

El círculo virtuoso de la naturaleza
La finca, que alguna vez fue parte de un campo ganadero, ahora brinda un paisaje muy diferente al de antaño. Hoy, en La Providencia los animales están sueltos, no se cortan los pastos -excepto alrededor de la casa-, no se usan pesticidas, se plantan árboles nativos.
—¿Cómo encararon el plan de las nativas?
—Lo hacemos en etapas. Ya tenemos casi 200 hasta ahora. Primero pusimos cina cina, barba de chivo, chilcas y, en una segunda etapa, talas, algarrobo, chañar, moradillo, tuscas. La idea es ir haciendo montes, islas. Porque donde no hay monte, no hay vida. El suelo desnudo se seca, se endurece, no retiene agua. Los animales no tienen dónde refugiarse. Entre las hojas tiene que haber movimiento, ruido, bichitos. Si fumigás, matás todo. Y eso es un ecocidio.
En este pedazo de campo viven mulitas, peludos, comadrejas, zorrinos, liebres, perdices. También hay zorros, gatos monteses, y a veces algún puma que pasa. Se los deja estar. Son parte del equilibrio. Incluso los caballos, que no se reproducen, pero se rescatan.

—¿Qué fue lo que más te costó en este cambio de vida?
—Desaprender. Venimos formateados para hacer, producir, acumular. Acá, si llueve, no se trabaja afuera. Si hay viento, no se prende el horno. Se aprende a escuchar. A dejar que la tierra te diga cuándo. El barro enseña eso: humildad. Uno puede tener la idea en la cabeza, pero si el barro está muy húmedo, o muy seco, no sirve. Te obliga a estar presente. A aflojar el control.

En el horno de barro, hecho con ladrillos cocidos al sol y cañas del lugar se hace pan todos los días, pasta, tortas. La comida es simple, casera, se elabora con lo que da la tierra, lo que dan las gallinas, los árboles y la huerta que cultivan o los animales que crían.

—¿Cómo llevás el tema de los animales y la alimentación?
—Vengo de una familia ganadera, así que me llevó años encontrar una forma que me resultara coherente. Hace cinco años que soy vegetariana por el sufrimiento animal. Pero acá, cada uno con lo suyo, porque también creo que hacen falta pequeños porcentajes de carnívoros conscientes. Es parte del equilibrio natural. Lo que no se puede es el exceso. Ni la crueldad.
—¿Qué lugar ocupa el arte en todo esto?
—Todo es arte. Desde hacer pan hasta construir una pared de barro. Yo siempre pensé que mi obra iba a ir a los museos del mundo. Bueno, eso sucedió a menor escala. Y quizás mi gran obra maestra sea este refugio, que, ¿por qué no?, tal vez algún día se convierta en sí mismo en un museo o que sea un polo cultural.
Mientras Desirée sigue dándole forma a una vasija gigante, revela con entusiasmo una de sus nuevas ilusiones: la tinajas para fermentar vino. “Me tiene fascinada que el vino pueda volver al barro -cuenta-. Ya vendí algunas a una bodega en el Valle Azul, en Río Negro. Ojalá funcione. Sería una forma de cerrar el círculo: el vino en la tierra, contenido por la tierra”.

Bien de familia
La artista no está sola. Su hija Valentina Regazzoni, de 23 años, se convirtió en la encargada de la bioconstrucción. “Aprendió muchísimo. Es un privilegio tenerla acá”, se enorgullece.

La joven es la responsable de coordinar las obras, de pensar cómo se construye un horno, una pared, un techo con cañas. “Para levantar las casas usamos lo que tenemos a mano. La tierra de acá, la de la pampa húmeda, que es generosa, aunque no tenga piedras -detalla Desirée-. Hicimos un taller con 9.000 adobes, y no solo para casas: también hay refugios para aves, construcciones con quincha. Cada una de esas formas tiene su alma de barro”.
—¿Cómo trabajan los materiales de bioconstrucción?
—Mezclamos la tierra con bosta de caballo y vaca, con pasto seco, como hacían antes, como hacen los horneros. La bosta, combinada con la orina de las vacas, genera un efecto ligante natural que le da fuerza a las paredes. No hay cemento acá. Todo se hace con lo que nos da la tierra. Lo mismo con la caña que sacamos de las vías del tren, la usamos en techos o muros, en técnicas que reviven saberes ancestrales.

—¿Qué enseñás en los talleres de arte?
—Más que enseñar, comparto lo que hago. Y lo que se genera es hermoso. Cada persona que viene deja algo. Aprendemos de lo ancestral, del fuego, de la paciencia. Del error también.
En sus talleres no hay moldes. Las manos son las que mandan. Se enseña haciendo. Y se aprende mirando.

La energía creativa de la familia aparece en la forma en que se organiza el trabajo. Las tareas se asumen en modo colaborativo. Reciben voluntarios que aprenden bioconstrucción, cerámica, cocina.

Cada dos meses llega un grupo de unos 30 habitantes ocasionales que se hospedan en ranchitos: “algunos tienen techo verde. Antes eran boxes para caballos, los había hecho mi madre, quien toda su vida se dedicó al caballo árabe. Hoy son habitaciones, restauradas, convertidas en hospedaje para los que vienen a los talleres. Nada se tiró. Y eso también habla de una forma de pensar: rescatar lo que hay”.
El barro está en todo: en las paredes, en los hornos, en las manos. Y el fuego, encendido.
“Prender un horno y llevarlo a 1000° es un arte. Hay que saber domar el fuego. Lo aprendí en Oaxaca, con una familia indígena que me enseñó cómo manejarlo, cómo entender el viento, la humedad, el ritmo de la tierra. No es solo una técnica, es una cosmovisión”.
Una inmensa escultura, a medio hacer, se yergue en el jardín. Es un gran puma y es hueco porque por dentro va el fuego, es su propio horno para cocer el material que le da cuerpo. “El puma es un protector. Me contaron en Yucatán que hay que tener un alux, un guardián maya. Cuando me lo dijeron, me di cuenta de que ya lo tenía. Y fue como encontrar un sentido más profundo en todo esto”.

También hay sentido en los gallos, que aparecen una y otra vez en su obra, como símbolo. “El gallo es mágico. Es el que canta al amanecer. El despertador de las nuevas conciencias”, explica Desirée.

Eso parece ser esta casa en el campo, este centro de barro, de fuego y de vida: un despertador que llama a otros modos posibles de habitar el mundo.

Más notas de Jardinería
- 1
Humedales en casa: cómo crear un jardín palustre para polinizadores y anfibios
- 2
Jardines reciclados: Ideas para armar tu propio paraíso verde sin gastar un peso (y sin que se note)
- 3
Heroínas del frío: Las flores que se animan al invierno y lo alegran en colores
- 4
Crearon una terraza que más bien parece un jardín